25 enero 2015

¿Qué precio pagó Jesús por nosotros?

 
Muchos ignoran el tan alto precio, de sufrimiento máximo y de tortura extrema, que Jesús tuvo que pagar y soportar por amor a nosotros y por obediencia a su Padre, al tener que cargar sobre Él todos los pecados y las enfermedades de cada persona en el mundo. Tuvo que morir como un pecador sin la presencia de Dios, pues hasta su propio Padre tuvo que abandonarlo por unos largos y patéticos momentos, a fin de librarnos de la maldición del pecado (2 Corintios 5:21; 1 Juan 1:7,9; 2:2,12), la enfermedad (Mateo 8:16-17; 1 Pedro 2:24) y la muerte (Juan 11:25-26; Romanos 6:23), para que fuésemos hechos justicia de Dios en Él (ver 2 Corintios 5:21; Romanos 10:1-13; Gálatas 3:13-14). (Ver Hebreos 2:9-18; Isaías 53:4-5; Salmo 103:3; 1 Pedro 3:18; Mateo 27:46.)

Fue tanta la compasión que sintió Jesús por nosotros, que se sometió completamente a la voluntad de Dios y no se rindió en ningún momento, a pesar de que estaba terriblemente angustiado, pues oró a su Padre con intensidad para pedirle que por favor no pasara por ese gran sufrimiento corporal, mental y espiritual que le esperaba, hasta el punto de sudar grandes gotas de sangre. Además durante el horrendo sacrificio, rogó y suplicó varias veces con gran clamor y lágrimas a Dios para que le rescatara del gran holocausto. (Ver Lucas 12:49-50; 22:39-46; Mateo 26:36-46; Hebreos 5:5-10.)

Jesús podía haber escogido no hacer caso a su Padre y abandonar tan grande prueba —como Adán, el primer hijo de Dios en la tierra, el cual desobedeció a Dios. Pero Jesús se humilló a sí mismo y obedeció a su Padre hasta la muerte, y muerte de cruz, a pesar del gran tormento que tuvo que soportar. Y por eso Dios exaltó a su Hijo amado hasta lo sumo, dándole un nombre que es sobre todo nombre y haciéndolo Señor de todo, por su gran acto de amor, humildad, obediencia, valor y lealtad que realizó por todos nosotros. (Ver Filipenses 2:5-11; 1 Pedro 2:21-25.)

Cuando Jesús fue apresado, los hombres que le custodiaban, completamente poseídos por el diablo, le vendaron los ojos y le golpearon y le abofetearon duramente y repetidas veces en el rostro, preguntándole: “Profetiza, ¿quién te golpeó?”; y muchas otras blasfemias decían contra Él. (Ver Mateo 26:67-68; Lucas 23:63-65.)

Dice la profecía en Isaías 50:5-9 que Jesús no se rebeló en ningún momento contra la voluntad de su Padre, y ni se volvió atrás, sino que dio su cuerpo a los heridores, y también sus mejillas a los que le arrancaban la barba, le injuriaban y le escupían, porque confiaba plenamente en que Dios su Padre le ayudaría en algún momento más adelante, según Él había prometido.

Dice en Mateo 27:26, Marcos 15:15 y Juan 19:1 que Jesús fue azotado por los soldados romanos justo antes de ser crucificado. Pero no recibió los típicos latigazos de cuarenta azotes menos uno que los guardianes judíos del templo solían ejecutar, como el apóstol Pablo y los demás apóstoles habían recibido (2 Corintios 11:24; Hechos 5:40), sino que recibió un sin fin de azotes con látigos llenos de púas en manos de soldados romanos, los cuales se les conocía por ser muy brutos y sanguinarios. No nos extrañemos, pues, que le despellejaran todo su cuerpo. Precisamente, un hermano en la fe que domina el hebreo dijo en una ocasión que cuando dice en la Escritura en Isaías 53:5, que 'por su llaga fuimos curados', esta llaga en hebreo es una gran llaga formada a raíz de tantos latigazos que recibió, hasta el punto de despellejarlo y dejarlo en carne viva con los azotes de púas que propinaron. (Ver Isaías 52:13-15 e Isaías 53 en su totalidad.)

Por si fuera poco, sobre su cabeza los soldados romanos le incrustaron una corona de espinas punzantes y dolorosas; y por si fuera poco le herían en la cabeza con una vara, al mismo tiempo que le escupían y se burlaban de Él. (Ver Mateo 27:27-30; Marcos 15:16-19.)

Las profecías de Isaías 52:14 y 53:2 cuentan que fueron tan crueles los golpes y azotes que recibió Jesús, que su rostro y su cuerpo estaban completamente desfigurados y sin atracción humana alguna. En Isaías 53:4 dice que sufrió nuestros dolores y enfermedades, es decir, todo tipo de dolor y enfermedad existente y por existir en la tierra. Y en el siguiente versículo 5 dice que fue herido y molido por nuestros pecados, o sea, que sufrió un castigo de gran proporción por cada pecado existente y por existir en el mundo. ¡Qué gran castigo tendría que soportar entonces!

En medio del gran dolor y del rechazo masivo que sufría Jesús por parte de sus implacables perseguidores religiosos, los soldados romanos lo crucificaron finalmente con grandes clavos que traspasaron dolorosamente sus manos y sus pies. Y una vez crucificado, a duras penas podía respirar debido a la gran asfixia que sintió al estar colgado sin descanso en la cruz. Y esto sin mencionar la gran angustia que padeció al sentirse abandonado por su Padre durante todo el suplicio, hasta que le sobrevino la muerte. (Ver Mateo 27:35-50.)

Las profecías del Salmo 22:1-22, Salmo 109 e Isaías 41:8-16 relatan la fuerte angustia de no poder sentir la presencia de su Padre, y el insoportable oprobio y el gran dolor físico que Jesús tuvo que atravesar en el momento de su crucifixión, pues fue maltratado y aplastado como un gusano, con incesantes burlas e infamias de gente despiadada e instigada por el mismo Diablo. Dice que todos sus huesos fueron descoyuntados, su corazón estaba completamente derretido, no guardaba fuerza alguna, su lengua se pegó firmemente a su paladar, y sus manos y sus pies fueron perforados. (Ver Salmo 22:14-16.)

Jesús no cesó de llamar a Dios su Padre por su salvación, hasta el punto que su garganta estaba enronquecida y sus ojos desfallecidos (ver Salmo 69:1-3). También oró al Padre que no fueran avergonzados ni confundidos por causa de Él los que buscaban y esperaban en Dios (ver Salmo 69:6-10).

Dice la Palabra que Jesús sufrió inmensa agonía y murió con un corazón quebrantado, por tanta afrenta, confusión e infamia que pasó (ver Salmo 69:19-21). Prueba de ello es que, después de verlo muerto, un soldado le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua (ver Juan 19:34).

Al momento de morir, Jesús fue enviado directamente al corazón de la tierra, donde se encuentra el infierno, como un  pecador cargado con todos los pecados del mundo (ver 2 Corintios 5:21), y que según las Escrituras estuvo tres días y tres noches, como Jonás que por desobediencia, Dios hizo que un gran pez se lo tragara, hasta que Dios mismo lo rescató (ver Efesios 4:9-10; Mateo 12:40; Jonás 1:17). Tan grande era el amor de Jesús, que predicó el Evangelio a los espíritus que estaban encarcelados en el centro de la Tierra. Y Dios lo libró finalmente del infierno, resucitándole triunfalmente al tercer día por medio del poder de su Espíritu Santo. Dios lo exaltó a lo sumo y lo hizo Señor de todo. (Ver Salmo 69:14-18; 16:8-11; 116; Hechos 2:22-36; 13:32-39; 1 Pedro 3:18-20; 4:6; Filipenses 2:5-11; Apocalipsis 1:17-18.)

Jesús, el Hijo de Dios, sufrió un verdadero castigo y martirio, pues detrás de ese martirio y tortura estaba la presencia del mismo Satanás, esperando que, con tan extremo dolor y padecimiento, Jesús abandonaría, desobedecería y renunciaría ser el Hijo de Dios en algún momento de la prueba —de la misma manera que lo logró con Adán, el primer hijo de Dios en la tierra, al tentarle con éxito para que desobedeciera a Dios, y consecuentemente pecara y se separara de Él. Así que el sufrimiento que Jesús padeció fue verdaderamente atroz, descomunal e inimaginable, considerando que el diablo, el más sádico y sanguinario de todos los seres tenebrosos, debió haber utilizado todos sus mejores armas y cartuchos para destruirle a Él y su testimonio, y para abortar su misión salvadora y reconciliadora en la tierra (ver Efesios 1:3-14).

Nadie en la historia ha sufrido un martirio y muerte tan horrendos, y sin Dios, como la que sufrió el mismo Jesús, el Hijo de Dios. Por eso podemos comprender ahora el amor tan grande que Él y Dios Padre tenían y tienen por todos nosotros, que nos compraron por un precio muy elevado, para que pudiéramos reconciliarnos y ser hechos hijos y herederos de Dios, y coherederos con Cristo Jesús, simplemente por su amor y misericordia. (Ver 1 Corintios 6:19-20; 7:23-24; Romanos 5:8-11; Juan 1:12-13; Romanos 8:14-18; Tito 3:4-7.)

Debemos pedir a Dios —orando en el Espíritu Santo y meditando en su Palabra (ver Judas 20-21; Josué 1:8) — que nos ayude a comprender y a conocer la profundidad del amor abnegado y sacrificado de Jesús, que excede a todo conocimiento, para que seamos llenos de la plenitud de Dios (ver Efesios 3:14-21); pues nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos, es decir, por nosotros (ver Juan 15:13).

Jesús, aunque era el Hijo de Dios, vivió y sintió exactamente lo que cualquiera de nosotros hubiera sentido si hubiese sido maltratado de la misma manera que Él fue tratado. Sin embargo Él se humilló como hombre y pasó la prueba victoriosamente, a pesar del gran dolor, angustia y muerte que sufrió. Si Él puso su vida por nosotros, derramando su sangre para borrar nuestros pecados y para que Él pudiera vivir en nosotros, cuánto más nosotros tendremos ahora que poner nuestras vidas por los hermanos y por los perdidos a nuestro alrededor —los cuales son valiosas y estimadas criaturas de Dios—, para que estos puedan también ser salvos del pecado y reconciliados con Dios el Padre, y para que puedan a su vez participar en su gran obra reconciliadora. (Ver Juan 1:29; Gálatas 2:20; Hebreos 10:10-22; 1 Juan 3:16; Marcos 8:34-38; 2 Corintios 5:14-21.)

Reconozcamos y valoremos, pues, el tan alto precio que tuvo que pagar nuestro Señor Jesús para librarnos de la maldición y la condenación del pecado: la extrema tortura física, mental y espiritual que tuvo que sufrir el Señor Jesucristo para redimirnos con su sangre, a fin de hacernos reyes y sacerdotes para Dios. De la misma manera,  reconozcamos también la gran bondad y voluntad de Dios el Padre por dar a su único Hijo engendrado, por amor a nosotros. ¡No nos cansemos, pues, de agradecerles, apreciarlos, amarlos, alabarlos, adorarlos, honrarlos y glorificarlos a ambos, diariamente por su gran amor hacia nosotros! (Ver Juan 3:16-17; 1 Corintios 6:20; Romanos 12:1-2; Apocalipsis 5:6-14.)