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26 enero 2015

“Cristo no vino para ser servido, sino para servir” (Marcos 10:45)

 
La Palabra de Dios enseña en Efesios 4:1-16, que para guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, Jesucristo dio dones para formar un cuerpo ministerial en toda iglesia, de servicio a los demás, compuesto por hermanos ancianos en el Señor: “Él mismo dio a unos, apóstoles; y a unos, profetas; y a unos, evangelistas; y a unos, pastores y maestros” (Efesios 4:11). Esto lo hizo con el objetivo de proveer lo necesario a los hermanos jóvenes en el Señor para una vida de servicio a Dios y a los demás, para la edificación del cuerpo de Cristo. Es decir, para que todos los creyentes puedan servir y confesar a Cristo crucificado, al mismo tiempo que tienen una relación viva, íntima y directa con Dios el Padre, hasta que todos lleguen a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios y Su Palabra, hermanos fortalecidos y completos a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo.

Hoy en día, sin embargo, predomina en la iglesia un notorio culto a la personalidad y una desmesurada atención a la persona que desempeña un cargo ministerial. Es cierto que los hermanos de la congregación deben honrar y respetar a un buen anciano o siervo de Dios, por todos los servicios espirituales que presta (1Timoteo 5:17-18). Pero lo que lamentablemente sucede es que muchos ministros esperan que los creyentes les den un trato diferente como si fueran hermanos que han recibido una “unción” especial de “profeta o portavoz de Dios”, y que por tanto han alcanzado un título y rango superior. Cuando en realidad deberían aparecer delante de los demás como hermanos y servidores de todos, dispuestos a proveer atención y cuidado, y a equipar a los hermanos de la congregación con la enseñanza necesaria de la Palabra, la cual les fortalecerá su fe y les animará a llevar a cabo la obra de Dios (2Corintios 5:16-19).

En Hebreos 1:1-2, las Escrituras enseñan que Dios no nos habla y guía hoy (bajo el Nuevo Pacto o Testamento de la fe y gracia) por medio de profetas o ministros, sino directamente a través de su Hijo Jesucristo y su Palabra, ya que Jesús es el Verbo de Dios hecho hombre (Juan 1:1-18). Además, en 1 Juan 2:18-29, el apóstol Juan nos exhorta que debemos tener cuidado de no dejarnos engañar por doctrinas erróneas de elocuentes y falsos maestros que extravían a muchos de la sana doctrina del Evangelio. Y por este motivo, nos recuerda que no tenemos que depender siempre de un pastor o ministro para enseñarnos y revelarnos la Palabra, sino que la unción misma del Espíritu Santo de Dios nos enseñará y revelará personalmente toda la Palabra registrada en las Escrituras, y además de forma clara, poderosa y sobrenatural (Juan 14:26). También el Espíritu nos guiará para que podamos permanecer en la voluntad de Dios, a fin de poder alcanzar a los perdidos y llevar fruto de almas ganadas para Él (Romanos 8:1-30; Juan 15:16; Marcos 16:15-18). Recordemos que gracias a la fe y la gracia de Jesucristo, Dios pudo derramar entonces de su Espíritu sobre todo creyente nacido de nuevo, y no solo a ciertos hombres de Dios, como sucedía en el Antiguo Pacto o Testamento (Hechos 1:8, 2:17-18).

Un buen ministro de la iglesia debe imitar, demostrar y anunciar en todo momento a Jesucristo crucificado, quien fue un verdadero ejemplo de siervo con entrega, compasión, humildad y demostración del Espíritu y del poder de Dios (1Corintios 2:1-5; Hechos 10:38). Si Cristo dio Su vida por amor a nosotros, cuánto más debemos seguir su ejemplo de querer dar la vida por nuestros hermanos, también con toda entrega, compasión, humildad y demostración del poder de Dios (1Juan 3:16; Romanos 8:29; Juan 14:12, 20:21).

Jesús dejó bien claro en Mateo 23:8-12, que ningún hermano maduro espiritualmente debe esperar de los demás hermanos en la fe que lo llamen “Maestro” o “Rabí” —que también significa guía o pastor (ver Ezequiel 34:2,9-10) —, como solían hacer los fariseos religiosos. Sino simple y llanamente hermano, porque todos somos hermanos unos con otros y tenemos solamente un Maestro y Pastor: Jesucristo (Juan 10:11-16; 1Pedro 2:25). De hecho, el mismo Jesús dijo que el más grande entre ellos debía servir a los demás; porque el que se engrandece a sí mismo será humillado, y el que se humilla, será engrandecido (Mateo 23:1-12). En otro pasaje dijo Jesús que el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar Su vida en rescate por muchos (Mateo 20:20-28; Marcos 10:35-45; Filipenses 2:1-18).

Y para que no olvidasen la importancia de que siempre hay que servir a los hermanos y nunca mostrarse superiores a ellos, en una ocasión Jesús echó agua en una palangana y lavó los pies de los discípulos y los secó con una toalla, diciéndoles que si Él, el Maestro y Señor, les había lavado los pies, también ellos debían lavarse los pies unos a otros. Añadió que les había dado un ejemplo de amor y humildad, para que ellos hicieran lo mismo, porque ningún servidor es más que su señor, y ningún enviado es más que el que lo envía (Juan 13:1-17).

En 1 Pedro 5:1-7, el apóstol Pedro exhorta a los ancianos de la iglesia encargados de pastorear, que apacienten a sus congregaciones voluntariamente y no por fuerza; con un corazón dispuesto y no para sacar ganancia deshonesta de los hermanos, como tristemente suele pasar hoy en día, el énfasis desmesurado de muchos pastores que piden continuamente a la congregación la entrega de sus “diezmos y ofrendas para Dios”. También el apóstol enseña que no sean arrogantes asumiendo dominio y control sobre los hermanos, sino que sean un verdadero ejemplo de humildad y respeto hacia ellos.

Un verdadero siervo de Dios vive de forma íntegra y austera, y no se aprovecha en ningún momento de su posición, exigiendo “ofrendas y diezmos” de los creyentes de su iglesia, sino que pone su confianza en el Señor para que Éste, con Su gracia y poder, le cuide y provea cada una de sus necesidades a tiempo (Filipenses 4:15-20).    

El que ostenta un cargo ministerial de pastor debe ser un hermano humilde y servicial, el cual desempeña una función específica de apacentar y enseñar la Palabra de Dios a los nuevos conversos y a los hermanos jóvenes en la fe. No debe ser un hermano envanecido que le gusta exhibirse y ser llamado ‘Pastor’, y recibir un trato especial de parte de los hermanos de su congregación. Este tipo de pastores tienen la tendencia de alardear de sus conocimientos bíblicos y también de predicar con elocuencia y excelencia de palabras o de sabiduría, pero no demuestran el Espíritu de Dios y su poder, el cual debería resplandecer en él en todo momento (1Corintios 2:1-5, 4:17-19).

Esta clase de pastores sin Espíritu suelen predicar a sus congregaciones que “la ganancia económica es equivalente a la espiritualidad y a la divinidad”, y prometen “bendiciones económicas” a todos los hermanos que dan asiduamente sus “ofrendas y diezmos” para el local de reunión que llaman “templo”, así como para sí mismos. La Palabra dice claramente que Dios no habita en templos hechos de mano (Hechos 7:48-50), sobretodo desde el inicio del Nuevo Pacto en Cristo Jesús, para rendirle sacrificios de obras muertas bajo la ley mosaica (Hebreos 9:11-14). Dios vive en los corazones de aquellos creyentes que han recibido su Espíritu en Cristo Jesús, convirtiéndose en piedras vivas de su templo espiritual (1Pedro 2:5), a fin de poder adorarle en Espíritu y en Verdad (Juan 4:20-24), y también transmitir su amor y verdad a los demás (Mateo 5:13-16). (Ver Hebreos 8 y 9, 10:1-25; Romanos 12:1-2; 1Corintios 3:16-17; 1Pedro 1:13—2:5; Efesios 2.)

Precisamente el apóstol Pablo nos exhorta en 1 Timoteo 6:3-11, que la ganancia económica no es señal de ser más piadoso o estar más cerca de Dios. Contrariamente, la piedad con contentamiento es la verdadera ganancia para un creyente, ‘porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar; así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto.’ También dice que nos apartemos de esos falsos pastores que ‘quieren enriquecerse materialmente, los cuales caen en tentación y lazo y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en perdición y muerte. Porque el amor al dinero es la raíz de todos los males; el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y se traspasaron con muchos dolores.’

El apóstol Pablo se mostró siempre muy humilde y servicial entre los hermanos (1Corintios 2:3), y nunca puso ninguna presión o carga económica sobre nadie cuando predicaba el Evangelio de Cristo, sino que lo ofrecía gratuitamente por amor a los perdidos y a los hermanos de todas las iglesias existentes, hasta el punto que prefería antes trabajar con sus manos confeccionando tiendas que pedir dinero alguno para sus necesidades (Hechos 20:33-35, 18:3; 1Corintios 9). Aunque nunca abusó de su derecho como siervo de Dios para recibir ayuda económica, sin embargo recibió ayuda por parte de ciertas congregaciones con un corazón dispuesto y generoso para suplir sus necesidades básicas, ‘como ordenó el Señor que los que predican el Evangelio, vivan del Evangelio’ (1Corintios 9:14; Filipenses 4:10-20).  

En 2 Corintios 8:9, Pablo escribe que Jesucristo siendo rico se hizo pobre por amor de nosotros, para que nosotros con su pobreza pudiésemos ser enriquecidos. Éste fue siempre el sentir y el ejemplo que dieron los ministros de la iglesia primitiva, de renunciar su reputación y las riquezas materiales para poder enriquecer a los demás en todo (2Corintios 6:1-10). 

En 2 Corintios 11, Pablo denunció a todos los falsos apóstoles y obreros fraudulentos que se infiltran, se aprovechan y confunden a sus congregaciones con un evangelio tergiversado que está basado en la “ganancia material” (1Corintios 6:3-8), a fin de sacarles dinero de forma abundante y continua. En 1 Corintios 4, y a raíz de la infiltración de estos falsos apóstoles y maestros en la iglesia, Pablo escribió que los verdaderos apóstoles son considerados como últimos en importancia y sentenciados a muerte, débiles, pobres y sin morada fija, maldecidos, perseguidos, difamados, la escoria del mundo y el desecho de todos. Hoy en día, lamentablemente van apareciendo en aumento numerosos pastores de iglesia que quieren “subir de rango”, autoproclamándose “Apóstoles” (y hasta “Patriarcas” en algunos casos), para poder llegar a un nivel más reconocido y popular, lo cual les lleva a una vida más arrogante y opulenta, en vez de una vida sencilla y abnegada como la de Jesucristo y sus discípulos.

Un buen siervo o ministro enseñará y llevará a todo creyente a la Palabra de Dios, y no simplemente a la iglesia y así mismo, a fin de que pueda entablar y cultivar una buena e íntima relación con el Padre y Su Palabra a través del Espíritu Santo que habita en él (Juan 4:23-24; 1Corintios 3:16; Judas 20-21). El objetivo es que el creyente llegue a edificarse y fortalecerse en la fe a través de la absorción directa y constante de la Palabra (Romanos 10:17, 12:1-2), y que su vínculo con Dios no dependa de las prédicas de un pastor de iglesia, ya que solamente la Palabra y el Espíritu de Dios pueden hacer crecer lo sembrado por un ministro (1Corintios 3:7-11).

Dios no necesita hoy en día de intermediarios terrenales para que podamos tener un vínculo y comunión íntima con Él, excepto a Jesucristo hombre (1Timoteo 2:5). La Palabra de Cristo es nuestro enlace directo con el Padre, cuando oramos guiados por su Espíritu, el cual nos revela y enseña todas las cosas registradas en las Escrituras (Hebreos 1:1-3; Juan 14:6,26; Romanos 8:26-27; 1Juan 2:27). Por eso debemos conocer bien la Palabra y enamorarnos de Ella, para que podamos conocer la voluntad de Dios para con nosotros y descubrir cuán poderosos somos en Cristo Jesús, aún en medio de toda prueba y adversidad que pudiéramos atravesar. (Ver 1Pedro 2:1-3; Romanos 12:1-2; Colosenses 3:16-17; Gálatas 2:19-20, 3:24-27; 2Corintios 12:9-10).

Dios nos ha hecho libres del pecado, nuevas criaturas, justos, santos, perfectos y completos con todo su poder en Cristo, a fin de que cumplamos con toda pasión y devoción su gran comisión de anunciar el Evangelio de la reconciliación y el Reino de Dios a todos, y de sanar a los enfermos y liberar a los cautivos. (Ver Juan 8:31-36; Gálatas 4:1-7; Romanos 8:11,14-17,28-30, 10:4; 1Juan 4:17; 2Corintios 1:21-22, 5:14-21; Hebreos 10:5-18; 1Corintios 6:9-11; Colosenses 2:6-15; Efesios 2:1-10, 4:17-24; Marcos 16:15-18; Lucas 9:1-6.)

El Señor desea por encima de todo que cada uno de nosotros los creyentes creamos verdaderamente en Él y Su Palabra, y que consecuentemente anunciemos y demostremos el Reino de Dios con su poder milagroso, a fin de que muchos sean sanados y crean que Dios les ama, para que de esta manera podamos cosechar muchas almas —almas que estarán dispuestas a seguirle y llevar a cabo la obra de Dios en todo momento y lugar. (Ver Juan 6:26-29, 14:12, 20:21; Romanos 15:18-19; 1Corintios 2:1-5, 4:20; 1Tesalonicenses 1:2-10; Juan 15:16; Marcos 4:8,20, 8:34-38; Mateo 28:18-20.)